"Sin memoria, no somos”
Luis Rojas Marcos.
Estaba sentado junto a la ventana, mientras por los visillos se colaban algunos rayos del sol de la mañana. O de la tarde. Daba igual. Porque ya hacía tiempo que en su cabeza se confundían la mañana y la tarde, los meses y las semanas, los miércoles con los
domingos. La vida, ese permanente misterio que es capaz de sorprendernos al girar cada esquina, se convirtió por un segundo en un fuerte tornado que le hizo dar varios giros sobre sí mismo, quedándose desorientado y sin rumbo cierto.
Y estaba allí, sentado en aquella cómoda butaca que durante años casi ni usó, y en la que ahora pasaba las horas mirando al vacío. Horas que a veces parecían hacerse eternas, y que adornaba casi sin querer con una permanente y enternecedora sonrisa.
Aquel día esperaba sentado, pero notaba que algo especial pasaba. Su familia, que ahora le ayudaba a vestirse, le había puesto una ropa distinta y hasta olía distinto. Como si fueran a hacer una visita importante de la que ningún detalle le habían dado. Y así,
tan distinto y a la vez tan igual, salió a la calle cogido del brazo de uno de sus hijos caminando despacio y con cuidado, y con los ojos llenos de una luz que le hacían hasta sentirse mejor.
De pronto pararon, y escuchó cerca de su oído un tímido y cariñoso “Mira papá”, mientras el dedo de aquel familiar señalaba a su izquierda la llegada de una seria comitiva de personas que en perfectas filas de dos se acercaban hacia donde él se encontraba.
Vestían elegantes túnicas azules y unos antifaces cubrían unos altos capirotes que amenazaban con herir al mismo cielo. Y aquel hombre fijó su mirada en aquella mezcla de formas y de colores, mientras unos tambores lejanos retumbaban en sus oídos y el dulce
humo del incienso, le hizo creer que se sentía capaz de volver a recordar muchas cosas.
Comenzaron pronto a acercarse y a pasar junto a él con parsimonia. Algunos de aquellos ojos que se escondían tras esos antifaces, siguieron con la mirada fija al frente como siempre le enseñaron, pero otros no podían evitar mirar de reojo a aquel inesperado
invitado, conscientes de que estaban pasando ante un trozo de su misma historia. Y pasados unos minutos, una imagen de Jesús clavada en la cruz paró ante él y desde una inmensa altura ambos buscaron cruzar su mirada sin poder conseguirlo. Algo se removió en
el alma de aquel hombre, ahora con alma de niño. Su vida entera pasó en uno segundos ante él, como en aquellas viejas cabinas de cine cuando rebobinaban una antigua película. Y hasta a él mismo le pareció oír en el silencio de la tarde aquellas palabras inolvidables
en las que el maestro le decía “En verdad te digo, que hoy estarás conmigo en el paraíso”.
He oído decir a alguien, que hay enfermedades que hacen a la persona morir dos veces. A lo mejor es por eso, que Dios nos invita a perdonar dos veces. O quizás cien. O puede que incluso mil veces.
“Lo que hacemos en la vida, tiene su eco en la eternidad” dice una frase de una conocida película. Más valía no olvidarlo. Porque puede pasarnos que un día nadie, ni nosotros mismos, recordemos lo que hemos hecho en nuestra vida. Por muy importante que sea.
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